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De paso

El filósofo democrático

En las redes no cesan los reproches. ¿Dónde están los filósofos? ¿Qué tienen qué decirnos? Los diarios titulan «una crisis sin norte», como si fuéramos sin rumbo por la incapacidad de los filósofos de marcarlo. Esos reproches deben picar a algunos y se lanzan con sus diagnósticos y sus pronósticos. Por lo general, unos y otros son autoafirmativos. Los filósofos son demasiado refinados como para ponerse en plan paternalista y proclamar «Ya os lo había dicho». Pero aunque de forma más refinada, cada uno nos induce a pensar que la realidad le da la razón. Es un goce especial. Durante muchos años, en soledad, han forjado sus construcciones mentales. Ahora se trata de otra cosa. La realidad por fin se pliega ante la omnipotencia de su pensamiento.

Aquí empieza un círculo. Como lo que uno piensa a lo largo de cuarenta años ha de ser ineludiblemente descarriado, y presumiblemente descabellado, mucho más lo ha de ser ese momento glorioso en el que alguien cree que la realidad le da la razón. Así que sus intervenciones ante la crisis, dictadas desde esta actitud, no pueden coincidir con la experiencia general ni con el sentido común. Sus declaraciones por fuerza son recibidas con intenso escepticismo por la generalidad de los lectores. Como además estarán inclinados a aprovechar la situación para remozar antiguas polémicas con otros colegas, pronto se enzarzarán en debates que solo comprenderán los más allegados.

Por lo general, cuando la situación es normal, sus ocurrencias nos hacen evadir el aburrimiento y sus complejos razonamientos satisfacen la necesidad de nuestro permanente activismo neuronal. Pero cuando la realidad se nos impone y reclama nuestra atención, esto es, cuando no estamos aburridos, la invitación a introducirnos en el intrincado mundo de sus ingeniosos juegos suele recibirse con un justificado desdén e incluso puede llegar a la hartura y el aborrecimiento.

Esta situación debe ser respondida negando la premisa mayor. Esta crisis no está desnortada porque los filósofos hayan incumplido con su deber de dirección de la humanidad. Los filósofos debemos negarnos a esta tarea. Ese no puede ser nuestro trabajo, y todavía menos si asumimos que el filósofo ha de tener conciencia de la condición democrática de su oficio. El filósofo no tiene otras evidencias que las que están al alcance de los demás ciudadanos. Comparte el mundo con ellos. No tiene mundo propio. No ve más lejos ni diagnostica mejor. Esta sería la tarea, en el mejor de los casos, de las ciencias sociales, no de la filosofía. Esta no tiene otro objeto que la experiencia compartida y no tiene otro método que evitar que nos enrolemos precisamente en diagnósticos precipitados. La principal misión del filósofo es impedir que la gente siga a los malos filósofos. Estos no faltarán jamás.

Cuando Husserl declaró «A las cosas mismas», en realidad, tenía que haber dicho «Todavía más a las cosas mismas». Nunca es demasiado. La consecuencia de esa divisa era: no pienses con precipitación, no concluyas antes de tiempo. Esa orden configura la honorable cofradía de los escépticos. Sus militantes no se cansan de atender y preguntar. Si un militar cargado de medallas nos dice que todos somos soldados en esta guerra, uno atiende. A mí me gustaría ser solidario. No me gustaría que mi virus llegara a alguien y produjera sufrimientos y muerte. Y eso no me convierte en soldado. No todo cumplimiento de deberes tiene la forma que se exige en el Ejército. Quien piense así se comporta como esos filósofos arrogantes que creen que el mundo debe ser como ellos piensan. El filósofo democrático llama la atención sobre el daño que produce confundir el pensamiento con la realidad.

Lo peor del pensamiento es que ha demostrado muchas veces que tiene poca capacidad de frenarse. Aquí debería ante todo no cesar de hacer preguntas. Ser soldado, cuando lo dice un teniente general, nos coloca en una situación peculiar de inferioridad. Y eso no es cómodo. No quiero llevar la situación más allá sobre los peligros que encierran esas asimetrías. Lo que quiero sugerir es que una línea de pensamiento desbocada, en estas condiciones, tiene muchas probabilidades de conducirnos a un concepto muy cercano al de inferioridad, al concepto de culpabilidad. Desgraciadamente, creo que vamos a ir por este camino, porque parece que la lucha política no va a cesar en esta situación. Será el camino más estéril. Un camino de fronda indiscriminada. Muchos van a ser soldados, de muchos bandos. Nos hemos cansado de oír que esta crisis va a sacar lo peor y lo mejor de nosotros mismos. No va a hacer ni una cosa ni otra. Nos va a sacar a nosotros mismos.

Yo confieso que mi espíritu se ha reconocido consigo mismo cuando mi buen amigo Pablo Dreizik ha puesto en su muro este aforismo de Kafka: «No es necesario que salgas de casa. Quédate sentado a tu mesa y escucha atentamente. No escuches siquiera. Limítate a esperar. Ni siquiera esperes. Simplemente quédate callado y solo. El mundo se te ofrecerá para que lo desenmascares. No puede evitarlo. Extasiado, se retorcerá ante ti». Buena o mala, no veo la manera de que esta crisis saque de mí otra actitud. Con ella identifico por supuesto lo que antes he llamado el ideal de atención del filósofo democrático. Pues el mundo, ese mundo que no puede impedir exhibirse, que se retuerce por exhibirse, que se extasía en su propia exhibición, no dejará de manifestarse. Y entonces hará lo que ha preferido hacer desde hace milenios en estas situaciones. Buscar soldados, buscar culpables.

Quien preste atención lo escuchará. Nadie debe engañarse sobre ello. Aquí desfilarán ante nosotros lo que cada uno es. Y cuando, miradas desde la distancia, todas esas voces configuren una forma apreciable, eso nos dará la figura de un país. Cada nivel civilizatorio, cada forma de vida, cada idea preconcebida, cada situación moral, acabará por gritar al mundo lo que es. China lo hará a su modo. Trump al suyo, intentando comprar en exclusiva la ciencia alemana. Boris Johnson acudirá a su darwinismo descarado. Israel, protegiendo la filiación y la experiencia de los mayores. Cada uno se retratará. Sin contemplaciones.

Al filósofo en esa situación quizá le baste con no engañarse y no ser utilizado. Nada será mejor cuando esta pandemia pase. Si las catástrofes hubieran ayudado a mejorar el sentido de la ciudadanía, hace mucho tiempo que estaríamos en el reino de los fines de Kant. No debemos confiar en que la naturaleza nos ayude con sus continuas catástrofes y haga por nosotros nuestro trabajo psíquico. No lo hará. Nada está más acreditado que la capacidad de olvido del sufrimiento. Esta es la enésima pandemia que sufre la humanidad. Por lo general, todas ellas han sido recibidas con gritos y voces, cuando no con chivos expiatorios. Los más decentes compartirán el sufrimiento con sacrificios que las voces silenciarán. Alzar la voz quizá sea un gesto que debería justificarse ante la sospecha de oportunismo.

Por mi parte, creo que lo único razonable es procurar extraer pequeñas enseñanzas de esta experiencia. ¿Cuántas camas plenamente equipadas debe tener un país como el nuestro? ¿Cuántas mascarillas quirúrgicas debemos disponer en reserva? ¿Cuántos médicos en activo deben existir por miles de ciudadanos? ¿Cómo mantener a los médicos jubilados encuadrados en servicios de emergencia? ¿Qué teletrabajos podemos establecer para un caso de necesidad? ¿Cómo podemos mantener condiciones de vida de mínima dignidad para que no haya sufrimiento añadido en una desgracia semejante? Por supuesto, hay más preguntas, como qué aporte fiscal deberían hacer los que tengan rentas altas. Y otras parecidas. Si queremos disponer de un gobierno responsable, deberíamos tener este debate. En esta situación es el único que interesa al filosofo democrático. Su sentido es comprensible a todo el mundo: evitar el sufrimiento y posibilitar vida y muerte dignas.

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